Ciudad perfecta.

Llegar a una ciudad nueva implica el tener miedo a lo desconocido, sí voy abrigada por los fuertes brazos del que ahora es mi marido pero aun así, él no va a estar conmigo siempre.

Le pido que me enseñe dos opciones para poder llegar a la oficina lo más rápido posible y que no haya tanto tráfico (cosa por demás imposible). El primer día de trabajo me levanto tempranísimo y por más esfuerzo que hago en no perderme, ¡zas! Me equivoco en una callecita y voy a parar a una calle paralela a la que debería ir y veo con toda la preocupación reflejada en mi rostro que me voy alejando de la oficina, hasta que por fin, encuentro un retorno y doy vuelta en u, aunque muy tarde, ya que son las nueve con diez minutos.

Veinte minutos después logro llegar, saludo a todos los que conozco y me presento con las caritas que son desconocidas para mi. Entre llamadas de auxilio al departamento de sistemas de la empresa se me va la mañana (y también la tarde), cuando voy de regreso a casa opto por tomar la segunda opción de camino.

Trato de disfrutar el paisaje, ya que al ir manejando es un poco difícil; casas bonitas, parques con gente practicando deporte y mi mente vuela pensando en lo feliz que seré en esta ciudad perfecta. De pronto un zarandeo y un ruido conocido ataca a mi coche: ¡No puede ser! ¡Un bache! ¡Carajo! Me doy cuenta que mi ciudad perfecta no es tan perfecta y tiene por lo menos un defecto de mi pueblo, la desventaja aquí es que no los conozco todavía. Continuo mi camino, llego a casa y guardo el carro en la cochera, checo la llanta y todo parece bien. A descansar.

Un nuevo día resplandece en mi ventana y nuevamente me preparo para ir a trabajar, antes de subir al coche le noto algo extraño a la llanta y ¡sorpresa! La llanta se ha desinflado totalmente, me temo que nuevamente llegaré tarde a la oficina y pienso: “Ciudad perfecta, me has recibido con los baches abiertos”.

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